El camello por el ojo de la aguja
El trabajador, culpable de la falta de trabajo; los
pobres, responsables de su pobreza. El sistema económico, el verdadero poder,
ha logrado hacer pasar el camello por el ojo de la aguja. O simula eso, que
para el caso es lo mismo, en una lisérgica neblina de auto proclamada alegría,
con el cambio como mantra.
Pero no hay cambio. Ni eso se puede lucir ni ver con
orgullo. No hay “lo nuevo”, no hay futuro. El presidente Mauricio Macri declaró
que "hay que sentarse a discutir todos los convenios laborales… Al
aferrarnos a esos convenios ponemos en peligro el trabajo". El obrero y el
empleado pecan; sus derechos son privilegios sepias, que los perjudican en el
insano anhelo de, por caso, comerse un asadito el domingo. Unos 140 años antes
del mejor equipo del último medio siglo, el diario “El Industrial” refería
sobre el descanso laboral en días festivos: “Solo un pueblo de holgazanes ha
podido sancionar ese principio subversivo de todo progreso moral y material”.
La Unión Industrial Argentina, en 1913, rechazaba
el límite de ocho horas a la jornada laboral con una amenaza: “No puede
adoptarse (ese límite) en nuestras industrias por razones económicas que
plantean este dilema: o trabajar más de ocho horas o cerrar el
establecimiento”. En 1928 la Sociedad Rural Argentina, sobre el mismo tema de
fondo, aseguraba que “el jornal mínimo perjudicará a los buenos jornaleros y
reducirá a los malos a la vagancia”. Sobre la ley de salario mínimo y
aguinaldo, un editorial del diario La Prensa de 1945 aventuró que “estos nuevos
gravámenes plantean para las actividades problemas económicos de absoluto e
imposible cumplimiento”.
Hace 39 años, en su mítica carta abierta, Rodolfo
Walsh acusaba a la Dictadura: “En un año han reducido ustedes el salario real
de los trabajadores al 40%, disminuido su participación en el ingreso nacional
al 30%, elevado de 6 a 18 horas la jornada de labor que necesita un obrero para
pagar la canasta familiar”. Un año antes, se había suspendido el derecho a
huelga, eliminado el fuero sindical, suspendida la actividad gremial y
suprimidas las cláusulas especiales de los Convenios Colectivos de Trabajo.
En 1990, María Julia Alsogaray clamaba que el
Congreso “nos diera una reglamentación del derecho a huelga para hacernos la
vida mucho más fácil”. En 1992, Daniel Funes de Rioja, asesor legal de cientos
de grandes empresas, aseguraba que “sólo una flexibilización efectiva de la
legislación laboral… será la única vía para lograr una actividad productiva
eficiente, promotora de un nivel de empleo genuino”. En 1997, Jorge Blanco
Villegas, de la UIA, expresaba, como Macri: “estoy convencido de que
modernizando las leyes vamos a beneficiar la oportunidad de trabajo”. El
empresario Santiago Soldati, en 1998, se mostraba benigno al admitir que
“entiendo mucho la posición de la clase obrera pero aquí el que manda es el
mercado”.
La Historia es pródiga en palabras y hechos. El
trabajador no debiera ser el único animal que tropieza dos veces con la misma
trampa. Pero se cae y se vuelve a caer. Hay que salir de los paréntesis:
reconocernos como trabajadores, enriquecer nuestra conciencia común y
permanecer unidos en la defensa de nuestros derechos, que no son limosna sino
conquistas legítimamente ganadas.
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