por
GUSTAVO MARCELO SALA
Aquel 5 de Septiembre de 1937, más de siete horas estuvo tirado el
cuerpo del hombre saturando con su sangre las estrías y meandros de los
canteros linderos a la plaza dorreguense. Su doliente y mortecina traza era
demasiado necesaria como mensaje y testimonio de victoria. Al igual que en la
antigua Micenas, exhibir el cadáver del líder oponente daba por terminada la
contienda, sometiendo de modo taxativo cualquier porfía del adversario.
Luego de su caída, los sonoros impactos fueron menguando su intensidad
hasta perderse definitivamente por los suburbios de la aldea. Nadie, alejado de
la explanada, daba por sentado que el hombre había sufrido una emboscada.
Entenderlo muerto era percibirse derrotado y ese concepto no encajaba dentro de
la mística revolucionaria del grupo de combatientes que había decidido
levantarse en armas ante el grosero fraude electoral y la ausencia de
libertades cívicas. Las autoridades locales cercaron el lugar de forma tal
impedir cualquier tipo de asistencia médica bajo la excusa de tener que
aguardar por la llegada del juez. El matador, luego que la partida de
insurrectos se dispersara confusamente, descendió del campanario de la Parroquia para acercarse
al occiso corroborando de ese modo su alto grado de eficacia, retirándose luego
en dirección al edificio comunal en busca de su paga. Mientras se dirigía a
destino varias palmadas en la espalda exaltaron sus talentos. El ceño fruncido
y cierto disgusto lo acompañaron durante su estadía en la ciudad. Sabía que un
valiente no debía morir de ese modo, pero él no estaba para juzgar sino para
operar. Aquellos servicios de excelencia lo instalaban como profesional en la
materia, de modo que fallar significaba el fin de su garantía. Necesitó de dos
certeros impactos para aplacar la revuelta. Sabedor que lo esperaban, el
caudillo republicano consideraba haber cubierto prudentemente sus posibles
flancos sin pensar que los altos de la Iglesia brindaban extrema perspectiva y una
visión integral de la plaza central. Luego de persignarse, el matador se
instaló rodilla en tierra delante de la claraboya que orientaba hacia el este
dejando que sólo el caño de la carabina asomase por la ventila. La sensación de
una mirada extraviada, portando su Winchester, las bombachas blancas, las botas
coloradas, el pañuelo negro anudado al cuello fue lo último que logró reconocer
del hombre. Lo imaginó asumiendo el error cometido, entendiendo que cuando Dios
se calla el ser humano puede obligarle a decir cualquier cosa, inclusive
otorgar cobijo en su domo a un eximio y rentado francotirador.
Como afirmó
Felix Luna en Ortiz, Reportaje a la Argentina Opulenta: “Juan Maciel avanzaba por la plaza, solo, con su par de pelotas,
mientras desde la torre de la iglesia lo hervían a balazos”
"las bombachas blancas, las botas coloradas, el pañuelo negro anudado al cuello fue lo último que logró reconocer del hombre..." Blanco, rojo y negro: los colores del escudo radical hechos carne en el cuerpo de Juan Maciel, Maciel poniéndole el cuerpo a la causa.
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