sábado, 7 de septiembre de 2013

COLUMNA DEL SABADO 7

JUAN B.MACIEL

por

GUSTAVO MARCELO SALA






Aquel 5 de Septiembre de 1937, más de siete horas estuvo tirado el cuerpo del hombre saturando con su sangre las estrías y meandros de los canteros linderos a la plaza dorreguense. Su doliente y mortecina traza era demasiado necesaria como mensaje y testimonio de victoria. Al igual que en la antigua Micenas, exhibir el cadáver del líder oponente daba por terminada la contienda, sometiendo de modo taxativo cualquier porfía del adversario.
Luego de su caída, los sonoros impactos fueron menguando su intensidad hasta perderse definitivamente por los suburbios de la aldea. Nadie, alejado de la explanada, daba por sentado que el hombre había sufrido una emboscada. Entenderlo muerto era percibirse derrotado y ese concepto no encajaba dentro de la mística revolucionaria del grupo de combatientes que había decidido levantarse en armas ante el grosero fraude electoral y la ausencia de libertades cívicas. Las autoridades locales cercaron el lugar de forma tal impedir cualquier tipo de asistencia médica bajo la excusa de tener que aguardar por la llegada del juez. El matador, luego que la partida de insurrectos se dispersara confusamente, descendió del campanario de la Parroquia para acercarse al occiso corroborando de ese modo su alto grado de eficacia, retirándose luego en dirección al edificio comunal en busca de su paga. Mientras se dirigía a destino varias palmadas en la espalda exaltaron sus talentos. El ceño fruncido y cierto disgusto lo acompañaron durante su estadía en la ciudad. Sabía que un valiente no debía morir de ese modo, pero él no estaba para juzgar sino para operar. Aquellos servicios de excelencia lo instalaban como profesional en la materia, de modo que fallar significaba el fin de su garantía. Necesitó de dos certeros impactos para aplacar la revuelta. Sabedor que lo esperaban, el caudillo republicano consideraba haber cubierto prudentemente sus posibles flancos sin pensar que los altos de la Iglesia brindaban extrema perspectiva y una visión integral de la plaza central. Luego de persignarse, el matador se instaló rodilla en tierra delante de la claraboya que orientaba hacia el este dejando que sólo el caño de la carabina asomase por la ventila. La sensación de una mirada extraviada, portando su Winchester, las bombachas blancas, las botas coloradas, el pañuelo negro anudado al cuello fue lo último que logró reconocer del hombre. Lo imaginó asumiendo el error cometido, entendiendo que cuando Dios se calla el ser humano puede obligarle a decir cualquier cosa, inclusive otorgar cobijo en su domo a un eximio y rentado francotirador.

                       Como afirmó Felix Luna en Ortiz, Reportaje a la Argentina Opulenta: “Juan Maciel avanzaba por la plaza, solo, con su par de pelotas, mientras desde la torre de la iglesia lo hervían a balazos”

1 comentario:

  1. "las bombachas blancas, las botas coloradas, el pañuelo negro anudado al cuello fue lo último que logró reconocer del hombre..." Blanco, rojo y negro: los colores del escudo radical hechos carne en el cuerpo de Juan Maciel, Maciel poniéndole el cuerpo a la causa.

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