Es tiempo... ya somos adultos
por
Gustavo Marcelo Sala
www.lasbalasdelcampanario.blogspot.com.ar
Treinta años de
Democracia. No es para nada desdeñable en el marco de una sociedad cuya
historia está delineada por guerras intestinas, desencuentros permanentes y
razonamientos lineales. Algo más de un cuarto de siglo es suficiente tiempo
para comenzar a comprender que la adolescencia ha quedado en el pasado. Todavía
solemos escuchar la vaga falacia que afirma estar transitando el sendero de un
proceso joven. Creo que se trata de una afirmación ciertamente conformista que
apunta más a justificar los pendientes que adjudicarse alguna responsabilidad
por las omisiones que el colectivo social tiene deseos de ocultar. En menos de
ese tiempo y sin la actual tecnología cientos de fenómenos sociales y políticos
se han desarrollado a lo largo de la historia. Enumerarlos sería tan engorroso
como fatigante, aunque puntualmente esclarecedor.
La permanencia
y la estabilidad pasan de piso a techo sin solución de continuidad. Por ellas
no somos capaces de arriesgar nuestros destinos a favor de procurar un orden
más justo y equitativo.
Cualquier
intento de cambio substancial parece amenazar aquellas características que
algunos insisten declamar como precarias. Toda situación crítica es vista como
una amenaza al sistema y no como lo que realmente es: Una enorme posibilidad de
estudio, debate y crecimiento. De ese modo, permanencia y estabilidad logran
entidad de paradigma por sobre las demás urgencias de la sociedad. Así, lo
obvio e indiscutible está diariamente sometido a fantasmales conspiraciones por
los intereses dominantes.
Se suele
afirmar que la democracia es el más óptimo de los ordenamientos políticos
existentes, pero a la vez, se procura no ascender el tenor intelectual y
político para repensar otro sistema superador, con mayor base participativa,
que contemple las falencias que la misma democracia ostenta endémicamente. Por
caso su afán contradictorio por sepultar al mundo de las ideas presuponiendo
que estas contribuyen a la atomización de la sociedad. Lo curioso es que al
mismo tiempo se presume que el sistema garantiza la libertad de pensamiento y
opinión. Nuevamente el piso y el trecho se dan la mano, lo obvio como formato y
paradigma. Lo que luego de treinta años debería asumirse como normal y
cotidiano, es mostrado todavía como elemento fundacional.
Con la
Democracia, per-se, no se come, ni se educa, ni se cura. Con todo respeto y
admiración lamento disentir con el recordado alegato humanístico del ex
Presidente Raúl Alfonsín. Se come con la justicia social y la distribución
equitativa del trabajo y la riqueza, se educa con una profunda inversión hacia
tales efectos, desde lo cultural y lo científico, y se sana con centros de
salud calificados, tecnológicamente avanzados, servicios socializados y
profesionales de excelencia. Es aquí en donde comenzamos a descubrir aquellos
techos inaccesibles. Cielorrasos que la democracia no intenta acercar debido a
que sus presupuestos siguen destinados a fines determinados.
Se asegura que
la democracia es perfectible dado que está ligada a un instintivo proceso
evolutivo y que la ambición del hombre por superarse hará que su camino apunte,
sin prisas pero sin pausas, al progreso de la sociedad. Estos treinta años
demuestran todo lo contrario, haciendo la salvedad que podemos interpretar
dicho proceso evolutivo del mismo modo que lo hizo Darwin a través de su teoría
de selección natural. Hay un momento en la vida de los seres vivos que tanto
respirar como sudar forman parte de actividades mecánicas que si bien están
automatizadas intelectualmente su desarrollo no requiere trabajo racional, no
son sometidos bajo amenaza de riesgo. Está instalado que la democracia necesita
que sus mecanismos básicos, es decir su piso, se encuentre permanentemente
exhibido como logro máximo.
Los sistemas
democráticos de principios del siglo XXI no lo son en su esencia, en su
espíritu, sino en sus formas y maquillajes. El sistema de salud no es
democrático, al igual que el educativo, el laboral, el habitacional y menos lo
es el concepto de propiedad, variables sujetas a los humores del mercado.
No existe peor
categorización que la creada por la misma democracia: La idea de incluidos y
excluidos. Ambas forman parte de un todo en donde la voluntad de elección y los
deseos individuales poco hacen al nudo de la cuestión.
Vivimos un
presente en donde el capitalismo y la globalización están por encima de la
democracia y ésta acepta apaciblemente estos comprobados y crueles liderazgos.
Dichos intereses nos argumentan a diario que este sistema es el mejor en tanto
y en cuanto no se le exija a sus mecanismos la revisión de la siniestra
variable costo/beneficio. Algo similar ocurre con la variable Seguridad
Jurídica; ésta será exigida y/o valorada siempre y cuando no interrumpa las
liberales y “democráticas” reglas del mercado. Los excluidos presionarán por
sus carencias, ausencias estructurales que los incluidos nunca tendrán la seria
voluntad (conciencia de la ignominia) de modificar porque les variaría
substancialmente los privilegios obtenidos. La oferta y la demanda como eje de
discusión y como ordenamiento social.
Groucho Marx
decía que “la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer
diagnósticos falsos y aplicar remedios equivocados”. Sin estar afiliado a la
ocurrente ironía, en oportunidades uno observa que algo de eso ocurre.
La ciencia
política no tiene la culpa de sus operadores y las libres interpretaciones que
de ella se hace. Pero en la práctica se me ocurre que el placebo de la libre
expresión es utilizado con demasiada insistencia como mágico medicamento que
cura todas nuestras penas terrenales; como la única aspiración ética a
conservar.
Un sistema que
ampara la ignominia social no hace otra cosa que buscarse un problema, si al
mismo tiempo cree que las causas no están sujetas a la reglas del mercado el diagnóstico
resultará falaz; si para peor se considera que el remedio adecuado es el ajuste
y ceñirse a recetas individualistas y voluntaristas completa a la perfección el
circuito ironizado por Groucho.
Tomemos por
caso la tan mentada inseguridad, la baja en la edad de imputabilidad y demás
yerbas, con la prevención de no ingresar a la definición contemporánea de
delito, cosa que profundizando resulta mucho más compleja de lo que sentencia
la vulgaridad que frecuentemente presenta el sentido común. Por estos tiempos
Thomás de Quincey hubiera sido un reo de la más baja estofa por su marcada y
pública afición al opio.
Volvamos al
punto. La marginalidad es el evidente y necesario caldo de cultivo para romper
el contrato social que la misma democracia declama. Al aceptar con mansedumbre
el ordenamiento del mercado no hace otra cosa que incluir el problema de la
inequidad. Se prefiere no interpelar los causales sólo sus consecuencias,
entendiendo que atacando a éstas se logra silenciar el dilema. Aumentar penas,
cercar a los sectores con mayor tensión social mediante ejércitos de gendarmes,
bajar la edad de imputabilidad no son otra cosa que medicamentos equivocados
dentro de un diagnóstico tan cómodo como tramposo.
Cuando se
afirma que nuestra democracia es adolescente se la desea presentar como una
criatura carente de anticuerpos y ciertamente minusválida. Sistema que no puede
ni debe ser sometido a prueba, sistema que no se debe cuestionar, sistema al
que nada se le puede objetar por presentar riesgos históricos demostrables.
En mi opinión
los sistemas no tienen edad ni van mejorando con los tiempos. La democracia más
experimentada del planeta nos presentó un dirigente de la talla de George W.
Bush . Sus políticas internas y externas han sido lamentables en ambos sustratos
siendo víctimas de ellas tanto propios como extraños, debido a la indudable y
triste incidencia que tiene EE.UU a nivel mundial. Los tiempos cambian y como
consecuencia los problemas. La soluciones de ayer no tiene porqué resolver los
desafíos de hoy. Lo cierto es que difícilmente puedan lograrlo. Esgrimir como
dato importante que uno de los trastornos es la juventud del sistema es todo un
síntoma de conformismo y holgazanería intelectual.
Uno de los
fracasos más notables de nuestro sistema democrático lo indica el recurrente
sofisma amenazador que como espada de Damocles nos recuerda a diario que
esgrimir nuestras quejas y necesidades es una bendición divina. Sofisma desde
lo conceptual. La democracia incluye necesariamente la libertad de expresión;
no como don y gracia, sino como característica visceral. El piso como techo
presentado por aquellos que desean convencernos que esa es la mayor aspiración
posible. “Más que por la fuerza, nos dominan por el engaño”, afirmaba Simón
Bolívar. La verdadera democracia es un auténtico sistema revolucionario, de
sesgo jacobino si se profundiza, en donde las variables sociales deben estar
sujetas a estudio y debate permanente. El Hambre, el cuidado de los recursos
naturales, la salud, la educación, la cultura, el trabajo, es una batería de
urgencias inexcusables. En el debe y el haber de nuestro arqueo es donde vemos
reflejado la eficiencia del sistema; ni en su edad, ni en su evolución. Es la
resultante de lo que en 30 años supimos construir.
“El héroe verdadero de El Eternauta es un héroe
colectivo, un grupo humano. Refleja así aunque sin intención previa, mi sentir
íntimo: El único héroe válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual,
nunca el héroe solo”
Héctor
Germán Oesterheld
Y ganó Massa muchachos, aunque en el Pago ni pintó.. De todas formas el esfuerzo valió la pena. Seguimos siendo la primera minoría en el país y tenemos comodamente el control del Congreso.
ResponderEliminarSaludos