sobre conceptos de Pablo Quiroga
Cada sociedad posee, por decirlo de alguna manera, su propia cosmovisión
o imaginario social. Este atributo de las sociedades o comunidades humanas es
el que permite la construcción de comportamientos y conductas grupales. Esto es
lo que permite llegar a acuerdos sobre cuestiones respecto de las
cuales no existe constancia alguna, como la creencia en Dios, por la
que muchas personas aún sin conocerse entre ellas comparten iguales
sentimientos y prácticas. Lo mismo puede decirse de ideas como la nación, la
que, a partir de supuestos comunes denominares, (geografía, lengua, historia)
hace a un grupo de personas “únicos”, y aunque es algo intangible, para ellos
es tan real como una pared de cemento.
En política, ciertos acuerdos sociales, por ejemplo los que tienen
que ver con lo que los miembros de la sociedad consideran beneficioso para el
conjunto en un momento histórico, también dependen de aquella mentalidad o
imaginario social.
Esto viene a cuento por ciertos consensos democráticos que creíamos
definitivos años atrás hoy, la realidad muestra, no son tales. En algún momento
algo cambio en el imaginario o mentalidad social.
Entre esos consensos me refiero, por ejemplo, a la idea construida
entonces del ciudadano. Alguien comprometido con las cuestiones que incumben a
su entorno, a su familia, a su barrio o su escuela pero, además, comprometido
en la resolución de problemas o conflictos que, aunque no lo afecten
personalmente o directamente, hacen a su preocupación como sujeto social. Por
lo tanto, más allá de las condiciones de la escuela de sus hijos, le importaba
la política de educación. Y, aunque sus condiciones de trabajo fueran
confortables, le importaban las políticas laborales y el debate sobre posibles
reformas en ese ámbito.
Comprendía, este sujeto, que debía trascender a su situación personal y
al momento en que le tocaba vivir. Incluían, aquellos acuerdos, la convicción
de que las políticas dirigidas desde el Estado son imprescindibles para las
construcciones colectivas, que crearían las bases necesarias para desarrollar
una sociedad más justa en la que todos tengan, al menos, igualdad de
oportunidades y, aún más, con el tiempo , garantizar la igualdad de resultados.
Las ideas no eran un concepto vacío o un simple eslogan de campaña. Eran
un programa colectivo. A partir de entonces, el desafío era no sólo alcanzar
una restauración definitiva de las instituciones republicanas sino mucho más. Había
que cambiar la estructura productiva, la concentración de la riqueza. Poner por
encima de los “dueños de la deuda externa” el interés de los argentinos.
Caminar, por lo tanto, no sólo hacia la restauración republicana sino hacia la
construcción de una democracia social.
Es necesario resaltar que, ciertas decisiones, y la puesta en marcha de
determinadas políticas, que contrariaron el interés de sectores poderosos de
siempre, que ponían en riesgo la continuidad de los propios gobiernos, fueron
tomadas con coraje y convicción. Pensando que si no se rompía el espinazo de la
estructura cultural autoritaria, que había trascendido durante décadas en el
país, y que favorecía la aplicación de políticas económicas contrarias al
interés de las mayorías, tal vez nunca más se darían las condiciones para
hacerlo.
Más allá del éxito o fracaso de estas y otras iniciativas políticas, la
democracia se consolidó. Pero el supuesto de que ciertas iniciativas básicas
continuarían orientando las políticas públicas no se verificó. Porque en el
imaginario de las mayorías, el ideal social estaba virando, se estaban creando
las condiciones para que cambie.
En los ‘90, la idea, sobre los alcances de la democracia, fue
ridiculizada. No porque no se pudo alcanzar en relativos pocos años de
democracia, cosa que era imposible. Fue porque los sectores más concentrados de
la economía, que se hacían con el poder, le brindaban a la sociedad un nuevo
paradigma, en el que la democracia social, constituida por sujetos
comprometidos en la construcción común, se dejaba de lado por otra, en la que
el individualismo y el retiro del Estado, como garante del interés general, era
lo que Argentina necesitaba para entrar a la modernidad con un éxito que el
mundo aplaudía.
Sabemos cómo terminó esa idea del individuo exitoso, indiferente a la
suerte de sus compañeros de ruta y con el estado a un costado para no
interferir en su desarrollo. Luego de aquel desastre político y social parecía
que se volvía a consensos donde la construcción colectiva entre ciudadanos, y
con el Estado presente, era aceptada por muchos.
Hubo errores, sin dudas en el pasado gobierno, que si bien opto por
políticas inclusivas, se enfrentó solo a un anti kirchnerismo exacerbado de
sectores de la oposición de entonces, que por sus características ideológicas, No
pudieron consolidarse en un camino hacia la consolidación de una sociedad más
justa.
Hoy vuelve a crearse en el imaginario social un ideal en el que el
individualismo es la manera más segura de progresar. El vecino, preocupado sólo
por lo que le ocurre a él y a su entorno más cercano, reemplaza al ciudadano.
Para hacerlo más estimulante, al vecino se lo visita con timbreos, para
evitarle preocupaciones. No es necesario que salga de su casa, “para eso vamos,
lo escuchamos sobre los conflictos de su barrio y los resolvemos”.
Por eso hoy no lo visita el militante político como antaño, quien estaba
dispuesto a escuchar, pero también a debatir sobre los problemas de su barrio y
sobre los problemas del país. Ese militante no se acercaba a la casa como una
individualidad. Se acercaba en nombre de un partido político y en su nombre
hablaba. Hoy quien llega es el líder, el gobernante, que directamente se reúne
con el vecino afortunado, prescindiendo del partido y la militancia, ya que no es
necesaria. El líder está ahí y escucha. Luego resolverá sin necesidad de la
intermediación de la política.
Si el vecino reemplaza al ciudadano, el emprendedor es el nuevo ideal
social. Exitoso, que construye ese éxito sólo en base a sus méritos, prescindiendo
del Estado y de cualquier otra ayuda, que no sea la del sistema financiero que
le da un pequeño empujón para lanzarse al triunfo. Es, por lo tanto,
indiferente a la suerte de otros que no hacen los méritos suficientes para
convertirse en hombres y mujeres del siglo XXI.
Hay muchas falacias en esa idea. Millones no tienen posibilidad alguna
de abrirse con éxito al mundo, más allá de sus condiciones o “méritos”. No
viven en viviendas mínimamente dignas, no pudieron terminar la educación básica
y tienen problemas cognitivos por mala alimentación en sus primeros meses de
vida.
Pero aún, el aspirante a emprendedor de clase media, que no tiene
capital y quiere empezar, necesita del crédito e inversiones sociales. No
podría ponerse un comercio si el Estado no hiciera carreteras, calles, agua
potable, escuelas, hospitales, si no existiera el registro de la propiedad o se
dieran créditos a baja tasa. El punto es que no computa esos bienes sociales
porque ya los ganó en su imaginario.
Sin Estado, en realidad, poco o nada podría emprender. Y al decir que
sin Estado pocas cosas podría emprender, estamos ocultando algo. Debemos decir
que, sin los ciudadanos que solventan con sus impuestos toda la esa
infraestructura productiva, social y jurídica, pocas cosas se podrían
emprender. Lo que en el fondo decimos, es que no hay logros individuales sin
esfuerzos colectivos.
Hoy, lejos de esto impera no sólo el concepto del individualismo sino,
además, la idea de que para crecer hay que vivir en un país que no gaste en
políticas inclusivas, como si con ello se ahorrara para los emprendedores,
cuando lo que se hace es dar más ganancias a la elite, empobrecer a muchos
ciudadanos y contribuir al conflicto social.
Si el Estado no interviene activamente aplicando políticas que mejoren
la distribución de la riqueza, lo que incluye educación, vivienda y salud para
todos, no hay proyecto de sociedad viable. Y para esto, entre otras cosas, hay
que evitar el riesgo de la anti política
La constatación de algunos personajes exitosos no debe tapar la
existencia de millones que necesitan de un Estado presente. Y sólo hay Estado
presente si hay política, expresada fundamentalmente a través de sus
organizaciones.
Queda claro que los consensos son parciales, no los comparten todos.
Surgen de una puja de intereses. Por lo tanto, quienes creemos que aquellos
objetivos siguen siendo necesarios para construir una sociedad mejor, más
igualitaria, debemos trabajar para que la idea de la democracia social, a
través del debate político y de los partidos, vuelva a ser mayoritaria. Para
ello debemos influir en la construcción de un nuevo imaginario social.
Hoy parece un poco lejano, pero las ideas son permanentes, las ideas no
se matan, aunque a veces sean minoría. Por eso el desafío es ser leal a la idea
y militar para que vuelva a ser mayoritaria. A lo único que no podemos
renunciar es a la política porque sigue siendo la mejor herramienta para
cambiar la realidad.
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