por Carlos Madera Murgui #
En la actualidad existe un acuerdo discursivo sobre el modelo político en el que el sistema
mundial se asienta y sostiene, entendiendo que el sistema republicano y democrático es
aquel que nos posibilita –con todas sus falencias– convivir con nuestras diferencias, en las
sociedades contemporáneas.
Difícilmente algún dirigente político pueda sostener públicamente
que crea o promueva un modelo en el que no quepamos todas y todos, mucho menos
aún que se explicite que algunos sectores de la sociedad deben ser dejados
afuera, aunque con la llegada de Trump se haya iniciado un nueva era en la que los
discursos políticos no buscaran el empeño de lo políticamente correcto. En
estas latitudes, aún se sostiene que se busca la felicidad total, y una parte
importante de la ciudadanía confió o apostó en aquellos que prometían el fin de
una sociedad dividida y convidaban cuotas de esperanza a base de viejas recetas
y globos de colores.
Más allá de la extracción social y política de quienes se
ofrendaban, con pocas palabras, como los protectores de la república, lo cierto
es que aquel discurso caló a lo largo y a lo ancho del país, y atravesó clases
sociales.
La felicidad, sin embargo, no llegó. Parece que si bien puede ser
de muchos –aunque por ahora es sólo patrimonio de pocos– resulta imposible que
sea de todos.
Uno podría clasificar los modelos políticos de múltiples maneras ,
simplificando de un modo ordinario el análisis, aparecen los que amplían
derechos, es decir, otorgan más derechos a la mayor cantidad de personas;
y los que amplían derechos para unos
pocos a costa de restringirlos a muchos otros.
Explicitar el segundo proyecto social resulta políticamente
incorrecto, por lo menos lo era, es por ello que para poder llevar adelante
este programa político resulta esencial contar con que la opinión pública
asienta, promueva y hasta reclame la restricción de derechos a ciertos
no-ciudadanos, de modo tal que la dirigencia se vea obligada a actuar para
complacer aquellas demandas.
De este modo, el poder de los medios tiene una incidencia central
y protagónica en ciertas construcciones sociales que configuran actitudes de la
mayoría de las personas.
Montándose en prejuicios históricos o coyunturales se articulan
discursos plagados de inexactitudes que, a fuerza de la repetición, convencen
hasta el más atento.
De repente, nadie duda que los empleados estatales son vagos y
ñoquis, y que además todos son militantes políticos; que los investigadores del
Conicet se dedican a indagaciones sociales retoricas pagadas por todos; que los
inmigrantes indocumentados son los que utilizan nuestras facultades, nuestros
hospitales, además de vender droga; que los piqueteros y militantes sociales
realizan cada protesta porque quieren más planes –no trabajar– y porque los
llevan punteros políticos; que los
adolescentes de 14 y 15 años son una de las causales fundamentales de la
inseguridad en la que vivimos y así podríamos seguir enumerando las
construcciones discursivas a la que nos someten a diario.
De ahí que cuando se restringen derechos, cuando se despiden
trabajadores estatales, cuando se limita los servicios de salud y educación
para extranjeros, cuando se criminaliza y reprime, cuando se propone modificar
el código penal, bajar la edad de la punibilidad; eliminar programas sociales,
se cuenta con fuertes consensos sociales para ello.
La felicidad no puede ser de y para todos. Para ello, el proyecto
debe limpiar la sociedad, higienizarla y homogeneizarla.
Limpiar las calles de protestas sociales, de extranjeros; limpiar la administración
pública de la grasa militante; limpiar la Patagonia de gente ocupante; limpiar
las universidades de estudiantes de países limítrofes.
La felicidad requiere previamente un buen fregado y barrido de
aquellos que nos empañan nuestra convivencia feliz. Para cada tarea de higiene
social intervienen funcionarios de distintas competencias y poderes, siempre
bajo la mirada complaciente, benévola o indiferente de una parte de la
comunidad.
El efecto de esta desinfección es devastador para la impureza,
pero además tiene un efecto diseminador y disciplinador para el resto de la
sociedad. Mejor no milito, mejor no protesto, mejor acepto la reducción
horaria, el cambio de turno, el trabajo en negro, cuatro blancas por 8
efectivas, tiempos idos y lo que parecía bien pasado en cualquier
laburo.
Debemos, gobernados y gobierno exclusivamente sin importar
nuestras diferencias políticas y como una obligación ética, reconocer las
conflictividades que existen. La debilidad de nuestro sistema democrático, ya
no pensado como inestabilidad, sino como fragilidad en el aseguramiento de los
derechos de todos, debe ser nuestra consigna de trabajo para nuestro futuro, el
que construimos cada día, cada uno como puede.
# Conductor "Dorrego Despierta" de lunes a viernes de 7 a 9 por Ladorrego
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