Nada nuevo bajo el sol
por Carlos Madera Murgui
El comportamiento de los medios
masivos de comunicación como actor político tiene una historia prolongada, Cuando
Tancredo Neves decía en el Brasil ; “Yo me peleo con el Papa, con la Iglesia
Católica, me peleo con todo el mundo; yo sólo no me peleo con el Doctor
Roberto”, sintetizaba un condicionamiento mediático al poder político El
Doctor Roberto era Roberto Marinho, propietario de la Red Globo, consorcio
mediático que reúne más de la mitad de la audiencia televisiva del país La frase de Neves podría completarse con
aquella de César Jaroslavsky en los ’80 cuando, haciendo referencia a Clarín,
decía: “Hay que cuidarse de ese diario. Ataca como partido político y si uno le
contesta, se defiende con la libertad de prensa”.
En las elecciones de 1989, Lula se presentaba por primera vez como
candidato a la presidencia de Brasil, pero el Doctor Roberto tenía las fichas
en Fernando Collor de Melo. La televisora Globo decidió jugar fuerte en la
campaña.
Durante los años ’90 los gobiernos de nuestros países condujeron la
privatización y desregulación de los medios masivos. Un pacto de no agresión
entre gobiernos y medios estimuló la concentración de éstos en forma inédita.
Sin embargo, a medida que las empresas del sector se integraron verticalmente (televisión,
radios y diarios bajo un solo dueño), lograron consolidar una “opinión
publicada” lo suficientemente fuerte como para desbalancear ese pacto original
y condicionar al poder político.
Ese esquema fue acentuando sus rasgos extorsivos hasta que la crisis
neoliberal de comienzos del 2000 impuso otro escenario en la región. En El
nuevo topo, último libro de Emir Sader, el autor plantea que el avance de
gestiones no ortodoxas en los gobiernos de América latina encontró una
oposición de derecha cuya dirección ideológica e incluso política proviene de
los medios de comunicación privados.
Durante los dos días que duró el breve golpe de Estado contra Hugo Chávez
en 2002, RCTV, Globovisión y Venevisión transmitieron dibujos animados mientras
en las calles decenas de miles de personas se movilizaban para recuperar el
sistema democrático. También allí, en la previa al golpe, se ensayaron recursos
como la pantalla dividida para “confrontar” un discurso presidencial con
manifestantes opositores exaltados, técnica depurada en nuestro país durante el
conflicto agropecuario de 2008.
¿Cuál es la razón profunda que lleva a los medios a jugar este rol? Una
respuesta posible es la dificultad creciente de las fuerzas políticas
conservadoras para imponer agendas ortodoxas, ante lo cual el lugar de
vanguardia ideológica reaccionaria pasa a estar en los poderes mediáticos. Se
trata de un fenómeno con diferentes intensidades, pero que se afianzó en toda
la región. En Uruguay, las empresas privadas de televisión se negaron a cumplir
con la cadena nacional que debía difundir la campaña por la nulidad de la Ley
de Caducidad. La iniciativa quedó a sólo 2,03 por ciento de los votos
necesarios para ser aprobada. ¿Cuánto habrá influido en ese guarismo la
desobediencia mediática ?
Los medios concentrados se encuentran hoy con gobiernos democráticos que
cuestionan su (oscura) legitimidad de origen, la posición dominante que tienen
en el mercado y la intencionalidad política mal recubierta por el gastado
barniz de la “independencia”.
No es una lucha contra la “libertad de prensa” –como los propios afectados
señalan–, ni siquiera un cuestionamiento ideológico a la “libertad de empresa”.
Se trata de algo más sencillo y elemental: la supervivencia de la política como
espacio de la sociedad –y no de las corporaciones– desde el cual decidir las
cuestiones públicas. La respuesta que los gobiernos de la región, con distintas
velocidades, decidieron dar a este enfrentamiento es la intervención en el
mercado comunicacional, regulándolo para ampliar el espectro de voces. Y eso es una buena noticia.
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